Foto - Andrés Cuevas

Por: Carpe Diem

No hay nada que las almas humanas deseen más en el mundo que cruzar aquella puerta… la puerta de la felicidad. Desde que adquieren uso de razón se acercan a ella temerosos, contemplan su imponencia y sus gigantescas dimensiones con preocupación en el rostro.

Ningún espíritu tiene asegurada su entrada. Los poderosos no pueden comprar sus llaves, una sonrisa hipócrita no basta a las mujeres bellas para conseguir su ingreso, los fuertes no logran derribarla, los violentos no logran destruirla. Todos intentan ingresar a ella de maneras distintas: construyen potentes arietes para golpearla esperando que alguien los escuche y les abra, intentan derribarla con proyectiles. Unos la perforan lentamente ilusionados con que algún día se cumpla lo que anhelan, otros, como sanguijuelas, conviven junto a los aguerridos con la intención de, sin ningún esfuerzo, tener su misma suerte en el momento que logren su meta. Pero desde hacía mucho tiempo la puerta no había cedido.

No hubo fecha más inverosímil para todos los que luchaban por ser felices como la del día en que llegó ese singular espíritu. Era pequeño, tenía apariencia de niño. Su ropa estaba en mal estado, sus zapatos deteriorados y su sonrisa llena de vida. Contempló la enorme pieza de madera, se acercó con alegría a ella mientras su cara se iluminaba cada vez más y, ante miradas incrédulas y bocas abiertas, se robó la felicidad pasando por debajo de la puerta.

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